El 9 de mayo celebramos el Día de Europa. Pero, ¿qué significa realmente “celebrar Europa” en 2025?
No se trata solo de conmemorar la paz y la unidad entre Estados que durante siglos estuvieron en guerra. Se trata, también, de defender un proyecto político que encarna ciertos valores: cooperación, derechos, rendición de cuentas, diversidad y solidaridad. Valores que hoy están bajo ataque. Y no por casualidad.
Desde hace años, y con más fuerza recientemente, proliferan los discursos que presentan a la Unión Europea como ineficaz o excesivamente burocrática. A menudo, estas críticas suelen ir acompañadas de un ataque más amplio a lo público y a todo lo que escapa a la lógica del mercado, desde una visión utilitarista radical que llega a presentar cualquier forma de organización no orientada al lucro como una anomalía, un despilfarro o una aberración.
Esta retórica simplista esconde una estrategia política clara: instalar dudas y vaciar de legitimidad cualquier forma de acción colectiva que no pase por el mercado, con la intención de debilitar el tejido cívico, silenciar a quienes fiscalizan al poder y dejar el diseño de las políticas públicas en manos de quienes pueden pagarlo.
Con el discurso de la motosierra, tan de moda en varias latitudes del planeta, se intenta instalar una idea peligrosa: que lo público es ineficaz por naturaleza, y que solo el mercado puede ofrecer soluciones eficientes. Es una auténtica estrategia de descrédito de lo público a través de campañas de demolición. Porque si bien es cierto que la UE, como cualquier estructura compleja, puede y debe mejorar en transparencia, participación ciudadana y agilidad, no debemos olvidar que su gasto público apenas representa el 1% del PIB europeo. Y con eso se financian políticas clave como la Política Agraria Común, la cohesión territorial o las becas Erasmus. Europa es Estado del bienestar, y el Pilar social europeo es clave para no reducir el proyecto europeo a un mero mercado en el marco de una globalización en crisis.
Precisamente en este contexto, en el que se reconfiguran los equilibrios de poder global y aumentan las tensiones geopolíticas, es aún más urgente proteger y reforzar aquellas estructuras que sostienen el vínculo entre las instituciones europeas y la ciudadanía. Y eso incluye el apoyo a redes ciudadanas, think tanks y ONGs que nutren las decisiones con evidencia, experiencia y pluralidad. La ofensiva que están llevando a cabo ciertos grupos políticos en el Parlamento Europeo contra la financiación de la sociedad civil con fondos públicos europeos no es inocente, busca vaciar de sentido la participación democrática.
La demonización de lo público cumple una función política precisa: transformar en sospechosa o ridícula cualquier forma de organización colectiva. Ya no se trata solo de atacar a ONG medioambientales, colectivos feministas, antirracistas o de defensa de más transparencia, también se arremete contra universidades públicas, medios de comunicación o asociaciones vecinales. El objetivo es aislar al ciudadano, debilitar su capacidad de incidencia, y privatizar el espacio público.
Frente a ello, Europa es (al menos todavía) un dique. Con todas sus imperfecciones, la UE es un proyecto que hace de la diversidad y pluralidad su fortaleza. En un continente marcado por guerras, y que fue cuna del colonialismo y del fascismo, que hoy exista una arquitectura institucional para canalizar consensos entre 27 países y salvaguardar los derechos y libertades de la ciudadanía europea es un milagro democrático.
Por eso Europa no solo debe celebrarse, debe defenderse y mejorarse, porque lo que está en juego no es solo una cuestión de dinero, es una cuestión sobre quién puede influir en las decisiones colectivas que afectarán nuestro futuro como sociedad. Si dejamos que los que atacan lo público impongan su relato, pronto no quedará espacio para nada que no se pueda monetizar, privatizar o callar. Ocurre con la asimetría de poder, de recursos y de capacidad de acceso entre los lobbies corporativos y la sociedad civil organizada. Estas últimas, a pesar de este desequilibrio, ejercen de contrapeso democrático, una labor fundamental pero cada vez más complicada debido a la progresiva restricción y cierre del espacio público, con medidas que criminalizan la protesta en varios Estados miembros.
Defender Europa es también defender el derecho a disentir, es resistir los ataques a lo público, es construir una visión compartida de futuro. Para ello es necesario que existan espacios amplios, intergeneracionales e inclusivos y que actúen como puntos de convergencia de quienes trabajan por la justicia social, el clima, los derechos digitales o la igualdad. Porque defender Europa es defender la democracia, y la democracia necesita relatos que inspiren, espacios dónde imaginar, cuidar y que sirvan para crear comunidad.
Hoy más que nunca, necesitamos instituciones abiertas, ciudadanía crítica y un espacio público plural. Necesitamos más imaginación cívica y eso, aunque no quepa en un meme, es profundamente europeo.
Foto: unsplash: Antoine Schibler
